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Vayamos aún más allá

No existe una mujer que no haya sufrido algún tipo de violencia derivada del hecho de serlo a lo largo de su vida, en ningún estrato social, en ningún país del mundo

(In memoriam Olivia y Anna)

La violencia ejercida contra las mujeres tiene un componente estructural. La violencia contra las mujeres es tan amplia como antigua, incluye el exterminio de las niñas al nacer o su aborto selectivo, la mortalidad en los partos por inacción, la violencia obstétrica, los acosos y abusos sexuales, el hostigamiento, la violación, la aniquilación psicológica y el dominio, la trata, la prostitución, los malos tratos, las mutilaciones genitales y el asesinato directo o la violencia vicaria, sin afán de ser exhaustiva. Hay de qué preocuparse. Nada de ello ha cesado en el planeta. Nada de ello les sucede a los hombres o no de la misma manera. La negación de esta realidad es quizá el campo de batalla en el que se estrella cualquier esfuerzo conjunto por acabar con esta lacra inasumible en una sociedad avanzada. No he mencionado la palabra patriarcado porque quema pero es infernalmente cierto que la violencia que el hecho de nacer mujer obliga a sufrir o a sortear a una persona es de etiología completamente diferente a aquella que pueda aguardar a un hombre. Vamos a dejarlo así porque queremos avanzar.

La violencia vicaria ejercida contra Beatriz Zimmerman ha costado la vida a dos niñas. Cuesta hablar de casos concretos. La delicadeza, la compasión, la contención debida ante el luto de la familia tiende a robarnos las palabras. No obstante, el terrible caso de las dos niñas de Tenerife y la muerte en vida decretada para su madre por su victimario contienen algunos elementos que nos pueden permitir avanzar en un análisis que vaya algo más allá del comprensible desahogo emocional, de la rabia y el grito, de la protesta y hasta de la declaración institucional. La unidad en la queja y el dolor de ciudadanos de a pie y de poderes públicos significa que hay algo que se sitúa aún fuera del alcance de ambos grupos. El horror de Tenerife, como decía, carece de una vertiente penal que debatir: no habrá autor vivo, no habrá procedimiento, no habrá catarsis del castigo. Es imposible entrar en el manido terreno de las penas, la respuesta penal, el endurecimiento de las penas. En la tragedia de Tenerife no había denuncias, la madre no creía que el agresor fuera capaz de hacerles daño a sus hijas, no hay posibilidad de culpar a las instituciones de haber descuidado su deber de velar. Una vez que carece de sentido debatir sobre las vías comunes de despiste que muchos usan a la hora de afrontar estas situaciones, una vez que la búsqueda concreta de un culpable (el asesino, los fallos del sistema, la falta de protección, los políticos) no tiene sentido, nos quedamos ante el abismo vacío y atemorizante de intentar acercarnos a la verdad.

¿Qué hace que un hombre sea capaz de destruir a sus dos hijas inocentes –a las que debiera querer más que a su vida– y de destruirse a él mismo con tal de producir un sufrimiento perpetuo a una mujer que dejó de ser »la suya»? ¿Qué tipo de personalidad provoca este desenlace dentro de un sujeto perfectamente cuerdo? ¿Cómo se construye esa personalidad? ¿Qué parte es propia del individuo y qué parte es producto de las estructuras patriarcales de poder en las que fue educado o qué otra puede achacarse a otras patologías sociales propias de nuestro mundo actual? ¿Qué está pasando? Eso es lo que todos queremos saber, lo que desearíamos comprender cuando lloramos, clamamos o nos estremecemos ante la dureza de una violencia desatada contra lo más delicado, dulce e inocente, como son dos niñas ayunas de todo mal.

El patriarcado es un régimen de terror en todo el mundo y los hombres han obtenido beneficios durante siglos de la ventaja simbólica que se derivaba de una dominación aparentemente blanda pero que se establecía mediante la fuerza bruta. Pero las mujeres, en nuestra aspiración a la igualdad, hemos ganado mucho terreno, tanto que, como afirma Abram De Swaan: ‘Esta aspiración planetaria de las mujeres a la igualdad, esta lucha por su emancipación, no se puede mantener sin un regreso de la cólera y sin un deseo de represalias. Ningún grupo dominante renuncia a su superioridad sin combate. Es esta resistencia encarnizada, en ocasiones sangrante, la que recorre el mundo. Uno podría escribir con ella una enciclopedia contemporánea de la misoginia». El profesor de la Universidad de Ámsterdam ha documentado en su último libro tanto el rastro sangriento del patriarcado como régimen de terror como la irresistible ascensión de la igualdad y la guerra contra las mujeres emprendida por movimientos tan diferentes como el yihadismo, la extrema derecha, los movimientos evangélicos y ultraortodoxos judíos o el masculinismo y la manosfera.

Aun cuando cada agresor machista no lo sepa, su acción es deudora y solidaria con toda esta reacción social. Por eso es importante ir más allá de cada dolor y buscar incesantemente las causas y los orígenes para exterminar la plaga de raíz. Hay muchas cosas en las que bucear. Por ejemplo, el narcisismo social creciente, el incremento de individuos con una estructura de personalidad que impide el reconocimiento del otro como humano, que impide la visión de la otredad y la empatía, que solo deja lugar para una falsa apariencia de amor que no es sino un juego de espejos para conseguir el aplauso externo, una fachada, una falsedad interpuesta entre el entorno y el vacío que los invade. Por ejemplo, la incapacidad para hacer frente a la frustración que, cada vez más, forma parte de la personalidad de tantos. Esa que se empieza a fomentar cuando no se permite que el hijo aprenda desde la infancia que la vida no está diseñada para darle lo que desea sino que, por el contrario, es un complejo juego en el que resulta imposible ganar siempre. Por ejemplo, esa concepción hedonista-individualista de la existencia humana que se sirve fría en las páginas de las redes sociales o en el caldo de consumo liberal. Por ejemplo, esa esencia de la furia y de la rabia que hemos contribuido a glorificar. Por ejemplo, una vez liberados de la imposición de la Iglesia, del pecado como forma de control moral y social, ¿qué estructuras de moral individual y laica hemos sido capaces de implantar para sustituirlo y para refrenar a aquellos individuos que no tienen control más allá de los designios de su voluntad?

¿Cómo cambiar eso? ¿Qué papel tenemos cada uno de nosotros en ello a través de nuestra acción social como profesionales, como padres, como miembros activos de la ciudadanía? ¿Dónde y cómo tenemos que actuar para que hombres como el asesino de Tenerife se construyan de forma sana, igualitaria y humana? ¿Qué diferencia hay entre los hombres que nos respetan y son nuestros compañeros y los que son nuestros verdugos? ¿Qué hacemos para conseguir que disminuya el número de los misóginos y los machistas capaces de amenazarnos con su violencia? ¿Cómo los reconocemos? ¿Cómo nos defendemos de ellos antes de que nos dañen?

El derecho penal es apenas un pataleo social que puede, como poco, castigar el mal hecho e irreparable y como mucho intentar evitar algunos de sus graves efectos cuando ya el mecanismo de la violencia se ha desatado. Nuestra respuesta penal y nuestra Ley de Violencia de Género nos la envidian y la ponen de ejemplo en Francia pero, como estamos comprobando, no es suficiente aunque sí es imprescindible pulirla hasta lograr el mejor funcionamiento y la mejor respuesta posible, pero no nos quedemos aquí. No nos enceguemos.

Vayamos aún más allá, vayamos a la raíz. Porque nos queremos vivas, libres e iguales.

Elisa Beni
Publicado en ElDiario.es

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